"El dominio lingüístico amplía los horizontes creativos y culturales".
En una tarde gris en la campiña brasileña, Rose estaba cómodamente sentada en su sillón favorito, con una taza de café humeante en una mano y una delgada tableta en la otra. Fuera, el viento zumbaba suavemente, marcando el ritmo de los rayos de sol que golpeaban contra las ventanas como un acertijo por resolver.
"Ah, el conocimiento", murmuró para sí misma, "es un rompecabezas más intrincado que cualquier crimen jamás resuelto".
Para Rose, la lectura era la llave que abría todas las puertas cerradas de su mente. A través de palabras cuidadosamente escogidas viajaba a tierras lejanas, conocía las costumbres más peculiares y, lo que era más importante, comprendía la naturaleza humana.
"Los libros son testigos mudos de los mayores misterios del mundo. Nos enseñan no sólo a mirar, sino a ver; no sólo a escuchar, sino a oír. Cada historia es un laberinto donde la verdad espera pacientemente en el centro".
Y así, a medida que la tarde daba paso a la noche, Rose se perdía en las páginas electrónicas que tenía ante sí, cada capítulo un paso más cerca de la revelación, cada párrafo una pista crucial. Para ella, la lectura no era sólo un pasatiempo; era una búsqueda incesante del conocimiento, un deseo ardiente de desentrañar los secretos más profundos de la existencia.
"Porque al final", susurraba con una sonrisa socarrona, "cada libro es un misterio, y cada lector es un detective en busca de la verdad".